A pesar de las oscuridades y las malas noticias que nos invaden, la fe nos dice que hay esperanza, que tenemos un futuro que tiene el don de comenzar a realizarse ya en nuestro presente. Por eso podemos proclamar que «nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia» (2 P 3,13).
Aun así, parece un atrevimiento hablar de futuro en medio de las rupturas de nuestra época, y de las heridas que provoca la emergente epidemia de desesperanza que cala tanto en nuestras vidas como en cada espacio social. Pero la fe nos fortalece y nos coloca en otro camino. Aprendemos a avanzar como Pueblo de Dios en medio de la historia concreta en la que el Señor nos ha colocado para ser su sal y su luz en medio de tantas vicisitudes y retos. Él nos confía su misión.
Con esta convicción la Iglesia, en cada lugar, se pone al servicio del reino de Dios sabiendo que nuestra tarea no es pesimista ni alienante, pues es Cristo mismo quien actúa. Él es quien está presente, nos ama, anima y marcha por delante y cuenta con nosotros «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14)
Como una gran primavera, el futuro florece en cada momento y echa raíces en la siembra que hacemos hoy, en un mundo globalizado, regado con los flujos migratorios e interconectado. Construirlo es una tarea apremiante, siempre que comencemos aprendiendo a leer y desvelar el paso de Dios por la historia del presente. Así nos pondremos a trabajar en su dirección y no en la nuestra.
La resurrección de Cristo es meta y, al mismo tiempo, semilla que impulsa este futuro; y aunque a veces experimentamos oscuridades, vemos cómo se talan los brotes a nuestro alrededor, o la desesperanza llama a nuestros corazones, la vida del Resucitado siempre resurge porque es la que fluye siempre, como savia nueva, en el interior de cada acontecimiento, pero no olvidamos que en forma de semilla. Por eso este futuro siempre, a pesar de los inviernos, brota exultante desde la humildad, y necesita centinelas atentos que señalen y desvelen los signos de esta fuerza tenue y sencilla de la resurrección. Las migraciones, los movimientos humanos, la vida de los refugiados son hoy lugares privilegiados desde donde Dios nos habla.
La construcción del futuro no es una idea desencarnada. Dios tiene en cuenta nuestro barro y nuestra pobreza. Es más, es por medio de ellas desde donde enriquece al mundo (Cf 2 Cor 8, 9), por lo que no nos escandaliza que nunca el Reino de Dios tenga nombre de éxito o de victoria inmediata, porque sabemos que «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7). La esperanza de este futuro cuenta con la sencillez del evangelio, con la pedagogía de la Resurrección y con la mirada de María que sabe cantar las maravillas del Señor en medio de la sencillez y la cotidianeidad de un mundo plural y multicultural.
Nuestra sociedad globalizada, tras el trauma de estos años de covid, crisis, flujos migratorios cruentos o guerras cercanas y lejanas, tiene el reto de empujar con esperanza el futuro. Los creyentes tenemos mucho que aportar en este camino esperanzador y en la definición de horizontes. Por ello no podremos dejar que el futuro se construya solo o que otros lo edifiquen. Si no nos movemos o nos quedamos mirando a nosotros mismos y nuestras organizaciones acabaremos llegando a donde no debemos.
Necesitamos sacar lo mejor de nosotros para moldear juntos este proyecto de humanidad abierto y esperanzador. Para hacerlo posible Cristo suscita vocaciones, y nos envía comunidades y migrantes que posibilitan que ese sueño de Dios se realice y se transforme en anuncio y en movimiento que devuelve dignidades arrebatadas. Son los vigías del futuro que nos ayudan, desde Cristo, a edificarlo gota a gota. Tendremos que animar, apoyar y acompañarlos.
Hoy se pone en cuestión el derecho a huir de guerras, hambrunas, de construir una vida familiar en entornos seguros, de buscar una vida digna. Es tiempo de atreverse a mirar el futuro de las migraciones con los ojos de Dios, teniendo en cuenta que lo hacemos en medio de una cultura a veces miope y entretenida en sus pequeños espacios, poniendo fronteras y muros, o agrandando las rupturas que descomponen el plan de Dios.
Nos cuesta hablar con los que no piensan como nosotros, tenemos mil parámetros diversos y pocos puntos de conexión. La mirada de Dios nos hace caer en la cuenta de que hay un lenguaje común con otras maneras de pensar, y es el defender la dignidad humana, reconocerla y comprometernos con vitalizarla allí donde se pone en cuestión. Es el punto de encuentro para dialogar con otras visiones, y una plataforma desde donde podremos ayudar a que nuestros hermanos descubran aquello que les hace realmente felices y para lo que hemos sido creados. No hay futuro sin defensa de la inquebrantable dignidad de cada persona y de vivir con esa dignidad en nuestro mundo.
Este es el paradigma donde nos sitúa la jornada Mundial del Migrante y del Refugiado que este año pretende fijar la mirada en quienes pueden ser privados de la construcción de este futuro si no hacemos nada o si globalizamos la indiferencia. Desde él recibimos nuevas y viejas llamadas:
1- En un mundo cruzado por los flujos migratorios, es tiempo de comenzar a edificar a ritmo de la justicia que mana de Dios. Eso significa que “ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales.” (Ft 171), y, por lo tanto, exige “reconocer y respetar no sólo los derechos individuales, sino también los derechos sociales y los derechos de los pueblos.” (Ft 126)
No hay futuro sin la justicia. La urgencia de la justicia se da en un mundo dividido y lleno de brechas que se pueden sanar y reconciliar, y nunca convertir en rentas para provechos electorales y para alcanzar a poder.
Ante el fenómeno migratorio pensamos en el desarrollo de la justicia que no solo se piensa localmente o desde un entorno concreto, sino que aspira a ser patrimonio de toda la humanidad. Planteamos una justicia global que tenga en cuenta las generaciones futuras, el medio ambiente y los compromisos de todos los pueblos de la tierra.
Jesús nos pide incluir a todos con gestos concretos, pues como cristianos “no tenemos derecho de excluir a los demás, juzgarlos o cerrarles las puertas” (Jornada mundial de las personas migrantes y refugiadas 2022). Ahora se abre la tarea de seguir impulsando espacios y actitudes los desarrollen.
2.- No hay futuro sin atender a quienes forman parte de él, pero tampoco sin ayudar a que sean sujeto de su propia construcción. La realidad de la migración, como signo de nuestro tiempo, nos dice que el anuncio de la esperanza y la construcción del futuro no puede darse sin poner a los migrantes como constructores y parte de la construcción. No se trata de ponernos “nosotros” delante y “ellos” detrás, sino, como dice el papa, construir juntos cada día un “nosotros más grande”.
La Iglesia quiere poner a cada migrante en el centro para escuchar su grito y con él construir el futuro que Dios sueña. Lo que este futuro no tolera es ser construido “para los migrantes” sin la luz y la sal de los migrantes. No podemos olvidar a nadie si queremos vivir la catolicidad del pueblo de Dios.
3.- Un futuro con la sabiduría del migrante. El futuro de todos se construye, además, aprendiendo a descubrir el tesoro que nos traen los migrantes y refugiados.
Como signo de nuestro tiempo nos aportan claves fundamentales para entender el plan de Dios ante el futuro. Su trabajo, su juventud, su sacrificio y su amor a la vida son solo algunas de las grandes bocanadas de aire fresco que traen. Con ellos, y escuchando su experiencia, podremos recuperar y recrear elementos fundamentales de la fraternidad a la que se nos convoca en medio de la diversidad, al tiempo podremos recuperar dimensiones nuevas sobre la forma de ser cristianos hoy. “La presencia de la personas migradas y refugiadas, como en general, la de personas vulnerables representa hoy en día una invitación a recuperar dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad que corren el riesgo de adormecerse con nuestro estilo de vida lleno de comodidades. (Papa Francisco, Jornada mundial de las personas migrantes y refugiadas 2019). Esto nos estimula a profundizar en nuestras propias convicciones y a reconocer la riqueza de quien llega.
4.- El futuro se construye también preparando a nuestras comunidades para ser acogedoras y hospitalarias, tengan o no migrantes en su seno.
Un futuro “con todos” se forja incorporando la experiencia y la novedad del migrado que ya vive entre ellas, y del migrante que llama a las puertas. Se presenta el reto de seguir construyendo comunidades hospitalarias en todos los aspectos, no delegando ni encapsulando la atención al migrante como un aspecto periférico de la pastoral, sino injertándola en la catequesis, en la predicación, en la oración, en la gestión…
Así, las comunidades que palpitan desde la hospitalidad siembran ese futuro. Se revitalizan con esta savia nueva de la migración que nos llega y se convierten en un signo auténtico de anuncio renovado del evangelio. La fraternidad es posible si generamos comunidades significativas que vivan en su seno la armonía que regala la fe.
Pero es un camino complicado. Los migrantes a menudo no son vistos desde la clave de la dignidad o de su humanidad; hay otras claves en nuestra sociedad que les señalan y les contemplan como estorbo, invasores o ciudadanos de segunda. Son planteamientos dañinos que cruzan la vida ideológica, política o cultural, y que se cuelan en la vida de la fe. “Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces ciertas preferencias políticas por encima de hondas convicciones de la propia fe: la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión, y la ley suprema del amor fraterno.” (FT 39).
Por tanto, estaremos atentos a detectar, educar y evangelizar todo sesgo que nos repliegue en nosotros mismos y difunda en nuestros entornos mentalidades lejanas al Evangelio recibido.
La Iglesia en la vida de sus comunidades quiere ponerse al servicio de quien quiera construir este futuro y convocar a nuestra sociedad a caminar hacia la fraternidad universal a ritmo de “amabilidad social” contando con el don de los migrantes y refugiados.
La aspiración es llenar de esperanza nuestro mundo desde el realismo del evangelio. Eso supone aportar un tono nuevo a las relaciones sociales y al modo de edificar el proyecto de futuro, impidiendo que la división o la ideologización destruya puentes e visibilice a los más vulnerables.
Esta es una Jornada que puede impulsar la necesidad de sacar a la luz tantas realidades vulnerables e invisibilizadas, para rezar por ellos, que afrontan mil dificultades, sufren y lloran en medio de tantas injusticias. Y una ocasión para sensibilizar a nuestras comunidades de las lágrimas de los migrantes, pero también para descubrir el don de Dios que esconde su incorporación a nuestras sociedades y la oportunidad que su presencia nos está dando para recuperar nuestra humanidad y nuestra esperanza.
Ahora animamos en cada espacio a responder y plasmar: ¿cómo podemos construir un futuro donde todos quepan y podamos vivir en paz y fraternidad?
Obispos de la Subcomisión Episcopal para las Migraciones y la Movilidad Humana
Fuente: conferenciaepiscopal.es
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