La tasa de natalidad en España sigue deslizándose por una larga pendiente. En el primer cuatrimestre del año, según las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística, nacieron poco más de 103.000 criaturas, un 1,75% menos que en el mismo periodo del año anterior. No se ha producido el habitual rebote coyuntural tras los periodos de crisis económica en que los planes de ampliar una familia se suelen aplazar. Y es más, el descenso del número de nacimientos se inscribe en una tendencia sostenida a largo plazo: las cifras de lo que va de 2023 son un 11,05% más bajas que las prepandémicas de 2019 y muy inferiores a las que se registraron durante los años más duros de la depresión de 2008 a 2014, cuando durante esos mismos primeros meses del año no se llegó a bajar nunca de los 150.000 nacimientos.
Se trata de un fenómeno crónico, habitual por otra parte en todos los países donde se han combinado el aumento del nivel de vida y la normalización del acceso de la mujer al mercado del trabajo. Pero que alcanza dimensiones extraordinarias en el caso español, si se compara por ejemplo con otros países europeos. Es lo que sucede en un marco de falta de políticas de apoyo a la conciliación familiar pero, especialmente, cuando se conjugan un mercado de trabajo y unas posibilidades de acceso a la vivienda que castigan desproporcionadamente a las franjas de población en edad reproductiva. Así, España lleva tres décadas por debajo de 1,5 hijos por mujer, sin alcanzar la tasa de reposición de la población, en cifras que impiden el equilibrio de la pirámide demográfica si no hay aportaciones externas.
España debe plantearse la necesidad de alcanzar un modelo en el que la precariedad salarial deje de extenderse mucho más allá de los primeros años de vida laboral, o en el que la oferta de vivienda social o asequible no convierta la emancipación en un reto y la estabilidad económica que hace posible los proyectos reproductivos en una carrera de fondo. Las nuevas generaciones pueden plantearse lanzarse a ellos en medio de incertidumbres, como hicieron otras generaciones, o decidir no poner en riesgo su nivel de vida, o al que aspiran para sus hijos. Pero si la respuesta colectiva a todas estas disyuntivas sigue siendo negativa, debería asumirse abiertamente, sin reticencias, lo que ya está sucediendo. En esas décadas de frenazo reproductivo, España ha experimentado en cambio un crecimiento demográfico sostenido que le ha hecho alcanzar los 48 millones de habitantes, con la llegada de 5 millones de inmigrantes en la década del boom inmobiliario y, según las previsiones, de 500.000 solo en 2023. Es eso lo que nos deja lejos, pese a los discursos alarmistas, de una situación de invierno demográfico que haga inviable el sostenimiento del sistema de pensiones en el futuro y de la actividad económica hoy mismo.
La inmigración desde otros continentes debe dejar de ser observada solo en función de los desafíos de la acogida para plantearse como solución y oportunidad. Y debe llegar a través de un mecanismo de inmigración bien establecido, no en patera. Ser canalizada de forma proactiva, no dejando que sean las incertidumbres de las rutas migratorias (con tragedias como la vivida ayer en aguas griegas o el incremento en la ruta canaria vivido en los últimos días) el filtro de nuestras fronteras.
Fuente: epe.es
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