Tendemos a verlos como cifras. Números que varían dentro de un balance mensual o anual. Pero no lo son. Se trata de individuos con su historia y su contexto social, económico y cultural. Y eso es lo que ha intentado visualizar el proyecto «Bibliotecas Humanas» que, impulsado por la Delegación de Migraciones de la Diócesis de Valladolid, en colaboración con Red Íncola y el Centro Albor, entre otros, ha favorecido que varios migrantes que han pasado por situaciones «irregulares» contaran sus experiencias, como si fueran un libro, a los viandantes que se parasen a escucharlos. Así, al poner voz y cara a unos pocos, los 142.923 extranjeros registrados en la Comunidad -según el INE- pueden dejar de

ser un conjunto de números agrupados.

La iniciativa, que se celebró en honor al día de hoy –Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado para la Iglesia Católica- encaja con una de las propuestas estrellas que defiende la Junta para paliar la despoblación que sufre Castilla y León: la acogida de extranjeros. Desde ABC, nos acercamos a escuchar a aquellos que, al menos por un día, han dispuesto de un altavoz directo. A continuación, sus testimonios.

Sus padres lo daban por muerto. Así lo creyeron durante casi tres años hasta que un día Ibrahim los llamó por teléfono. «Estoy en España». les dijo. Tras un silencio, «me preguntaron si estaba de coña». No. Ibrahim llevaba varios meses vagando por tierras españolas. Cuenta que se fue de noche sin avisar a nadie. Casi de repente. No podía más, cogió sus cosas y se largó. Tenía 20 años. Caminó mucho, durmió al raso, cruzó el estrecho en patera, vio morir a gente. Dice que no quiere recordar aquello. Hoy tiene 26 años y no ha vuelto a ver su familia.

«Mi madre tenía una farmacia y no nos iba mal. Vivíamos de eso, pero sufrió un incendio y allí no te ayuda nadie con los gastos», explica a ABC. Ibrahim es de Guinea Conakry, un país africano entre Senegal y Costa de Marfil, que el pasado 5 de septiembre sufrió un golpe de estado militar que depuso a Alpha Condé, el primer presidente elegido democráticamente en el país tras haber promovido un referéndum para alargar su mandato que provocó numerosas protestas civiles en 2019 y 2020.

«No hay esperanza, no puedes hacer nada. Y marcharse es jugártela a un cincuenta por ciento con la muerte», cuenta Ibrahim, «No es como aquí. Allí si no tienes contactos, si no tienes algo tangible, no puedes conseguir absolutamente nada». (La tasa de paro juvenil en Guinea Conakry, según datos del Ministerio de Exteriores español, es del 60%).

«No le recomiendo a nadie que se vaya. Si puedes quedarte, quédate», añade. Pero él se marchó. Atravesó Senegal, Mauritania, Marruecos, España, Francia y volvió a España, donde reside ahora, en Valladolid. «Fue un viaje muy largo, traté de hacerme fuerte en cada sitio, conocerlo, dominarlo, aguantar. Es la única manera», recuerda para añadir que «lo peor» fue Marruecos. «Allí la policía es muy dura, te persigue, te pega, eres un ‘sin papeles’. Una vez me agarraron del brazo y me tiraron al suelo, se me salió el hueso -ríe-, pero bueno, son cosas que pasan, me cogieron. Ya está, hay que seguir». Después recuerda la patera y su sonrisa se borra de repente. «Había un chico, ¿sabes? Sería de mi edad, más o menos, y estaba enfermo. Era de esos que no toleran bien el frío. No lo aguantó. Pero, de verdad, no quiero pensar en eso».

Se fue a Francia porque domina el idioma: «En Guinea es casi la lengua oficial. Luego tenemos nuestros dialectos, que van variando, y aprendes del de enfrente, pero todo el mundo habla francés, así que me fui para allá. E hice amigos, un periodista me ha ayudado mucho, pero ser negro inmigrante en Francia es muy duro. Así que volví a España».

Y aquí ha hecho de todo. Ha sido albañil, mozo de almacén, carretillero, pero nunca cumplió su sueño. «Yo quería ser futbolista, juego bien. Aquí en Valladolid he estado mirando a ver si había algún equipo de Tercera división, para pasar el rato», relata. Pero claro, su vida es prácticamente nómada y eso no le permite entrar en ningún equipo. Es difícil porque todos sus trabajos son temporales: «Nadie va a hacerte un contrato de un año si no te conoce, nadie va a poner esa confianza. Así que vas un poco al día, hasta que te cansas y te vas a otro sitio a empezar de cero, dejando atrás un montón de esfuerzo que no ha servido para nada. O hasta que consigues algo más estable, claro», explica con cierta tristeza poco antes de recuperar la sonrisa: «Yo estoy bien, estoy ya viejo para jugar al fútbol, pero bien».

Fernando Rey tiene dos nombres por el día en que cayó su nacimiento; el 30 de mayo, día de Fernando III de Castilla. Los apellidos vienen después: Padilla Pérez. Nació en Cuba en 1945, pero sus padres eran canarios, de La Palma, que se fueron a Latinoamérica cuando la guerra. «¿Tú eres migrante?, ¿no?, pues seguro que sí, alguien de tu familia se marchó en algún momento. Todos los hispanos descienden de migrantes», asegura antes de continuar con el recuerdo de una vida que le queda ya lejos. Tiene casi 76 años.

«Mis padres se marcharon a Cuba porque se parece a las islas Canarias. Hay mucha influencia de la cultura española y lo sentían cercano a casa. Se fueron a un pueblo minero y trabajaron criando animales y cultivando la tierra. Luego llegaron los problemas políticos, el gobierno totalitario… Era la época de Fulgencio Batista», rememora para contar que en las década de los 40 y 50 se decía que en Venezuela había mejor calidad de vida, así que sus padres volvieron a hacer el petate. «Pero al llegar nos encontramos con otro régimen totalitario, el de Pérez Jiménez. Nos quedamos porque al menos había mejores oportunidades», afirma.

Es allí donde ha vivido la mayor parte de su vida. Estudió, se hizo profesor de educación primaria y, como lo llama él, «educación normal». Allí conoció a su mujer, igualmente maestra, Tulia Moriyón, que también se encuentra presente: «Figúrate, los dos somos cubanos y maestros y nos conocimos en Venezuela», ríe ella. La familia de Tulia se fue de repente de Cuba cuando ella era también chica. Su padre, sin estudios, pero «habilidoso», había llegado a ser alcalde de San Cristóbal. «Las cosas eran así, y mi padre era un activista político. Tuvimos que salir por patas, casi me lo matan», cuenta la cubana.

En Venezuela no les fue mal hasta que, en 2011, a ella le diagnosticaron cáncer de mama. Decidieron venirse a España: «Tenemos médicos muy buenos allí, pero el sistema de salud es terrible», relata Tulia. Ahora, casi octogenarios, han comenzado una nueva vida en Valladolid. «No hemos tenido problemas porque hemos podido pedir la nacionalidad por los padres de Fernando, pero nuestros hijos están en Venezuela y aquí tenemos una pensión pequeñita», añade.«¿Que si lo echo de menos?», esboza una mueca triste, «Todos los días, mi niña, pero volver es muy difícil».

Engañadas para ejercer la prostitución

«Era una chica muy joven, paraguaya. Su tía le había prometido que en España podría aspirar a una vida mejor, y la creyó. La montó en un avión y, cuando la recogieron, le dijeron que había contraído una deuda y, para pagarla tenía que prostituirse». Lo cuenta Raquel, una educadora social en el programa oblata, de la congregación religiosa de Las Hermanas Oblatas que se dedican a dar asesoría legal a mujeres que se dedican al trabajo sexual, ya sea prostitución o víctimas de trata.

«Acceder a la trata es muy difícil porque es algo que está oculto. Tú puedes intuirlo, pero rara vez consigues cruzar el muro a no ser que sea la mujer quien venga a ti», explica. La mayoría de las veces es un proceso lento en el que se van ganando la confianza de ellas. Algunas se quedan, dejan que las ayuden. Otras se van. «Ella desapareció, tenía claro que no quería denunciar porque estaba su familia implicada. Se fue sin decir nada, quería terminar de pagar y dejarlo todo atrás», recuerda.

 

Fuente: abc.es