Aunque el Pacto de Migración y Asilo de la Unión Europea no entrará en vigor hasta 2026, sus efectos parecen estar anticipándose desde hace años. La retórica política, las negociaciones entre Estados miembro y el eco mediático generado desde su aprobación provisional en abril de 2024 han contribuido a consolidar una narrativa en la que el control de fronteras se presenta como política inevitable, casi natural.

El texto acordado dejó insatisfecho a todo el espectro político europeo. La extrema derecha, cada vez más influyente en el Parlamento Europeo y en Gobiernos nacionales, lo considera insuficiente. Otros partidos más alineados con políticas de acogida, por su parte, critican el retroceso respecto a los valores fundacionales de la UE, como la solidaridad o la protección de personas en situación de vulnerabilidad. Entre ambos polos, el pacto se erige como una arquitectura jurídica conservadora, cuya piedra angular es la externalización del control migratorio.

En este contexto, algunos países como Hungría han declarado abiertamente que no lo aplicarán, mientras que otros como Alemania o Austria han puesto en marcha medidas que contradicen su espíritu. Aún pendiente de la aprobación definitiva, en 2026, por parte del Parlamento y del Consejo, el documento sigue siendo objeto de reformas. Una de las cláusulas más controvertidas es la posibilidad de retornar a personas migrantes o solicitantes de asilo a terceros países con los que no tengan ningún vínculo personal o legal.

El Reglamento de Procedimientos de Asilo, uno de los pilares jurídicos del pacto, incorpora el concepto de «tercer país seguro» —safe third country—. Esta figura, ya existente en anteriores normativas europeas, es ambigua y jurídicamente problemática. Se establece que un país puede considerarse «seguro» si garantiza protección efectiva y respeta el principio de no devolución —non-refoulement—. El Pacto de Migración y Asilo indica que se elaborará un listado de terceros seguros en colaboración con la Agencia de Asilo de la UE (EUAA). Sin embargo, ni el procedimiento de evaluación ni la lista de países considerados seguros tienen carácter vinculante. Esto permite, por ejemplo, que España devuelva a una mujer siria a Mali, incluso si Mali no figura en la lista de países seguros reconocidos por la UE.

La situación se agrava con la propuesta de eliminar el requisito de vinculación previa entre la persona y el país de destino. Hasta ahora, se entendía que debía existir cierta conexión personal, como haber residido en ese país, haber solicitado allí asilo o tener familiares. Sin embargo, la novedad planteada señala que basta con haber transitado brevemente por ese territorio para justificar la devolución. Este cambio representa un giro dramático hacia una política migratoria enfocada casi exclusivamente en la contención y el blindaje, despojando al sistema de su dimensión humanitaria.

Diversas organizaciones —como CEAR o EuroMedRights— han alertado de que esta disposición vulnera el principio de protección efectiva, situándose por debajo de los estándares de la Convención de Ginebra. La posibilidad de deportar a personas a territorios sin garantías mínimas, sin mecanismos de supervisión y con criterios que varían según la ideología del Gobierno de turno, representa un grave riesgo de desprotección.

Oscuros precedentes

Los precedentes no son alentadores. El intento de Italia de establecer centros de tramitación de asilo en Albania (2023–2024) ilustra bien el fracaso de este enfoque. Con una inversión cercana a los 1.000 millones de euros, el acuerdo preveía centros en Shengjin y Gjader para hasta 36.000 casos anuales. Sin embargo, tras la llegada de apenas 16 personas, los tribunales italianos y el Tribunal de Justicia de la UE consideraron ilegales las devoluciones al no respetar los principios básicos de evaluación homogénea y garantías procesales.

Un caso aún más mediático fue el del Reino Unido con Ruanda. En 2023, Londres anunció un plan para deportar solicitantes de asilo a Ruanda, donde se gestionarían sus expedientes a cambio de inversiones económicas en el país africano. El Tribunal Supremo británico declaró ilegal el acuerdo al no poder garantizar que Ruanda fuera un país seguro. Iniciativas similares fueron promovidas por Dinamarca en 2021, también con Ruanda, pero se paralizaron en 2023 tras denuncias ante el Comité de la ONU contra la Tortura debido a la ausencia de garantías jurídicas y al uso de centros de detención.

Hasta ahora, lo que ha impedido que estas políticas se impongan plenamente no ha sido la voluntad política —cada vez más alineada con el control fronterizo— sino los tribunales nacionales y europeos. Ha sido el poder judicial, no el poder ejecutivo ni legislativo, quien ha actuado como freno ante una deriva externalizadora en la gestión migratoria, que se ha situado como la única política de gestión migratoria de la UE.

Pero la pregunta es cuánto durará ese freno si el nuevo marco jurídico les ofrece una cobertura legal. Si el Pacto de Migración y Asilo, con estas nuevas medidas, se convierte en ley europea, ¿quién podrá evitar entonces las devoluciones masivas, la ausencia de vínculo, la negación del derecho a solicitar protección?

La narrativa de la seguridad y el blindaje fronterizo ha ido desplazando, casi sin resistencia, el relato de los derechos humanos y la solidaridad. La externalización física —y simbólica— de las migraciones se convierte así en la nueva norma europea. Y, mientras tanto, la opinión pública permanece en gran parte ajena, anestesiada o resignada ante una maquinaria jurídica que se presenta como técnica, pero que tiene consecuencias profundamente humanas. Recordemos que cuando se vende políticamente el éxito de las políticas migratorias de la UE, porque se reduce el número de llegadas, lo que realmente se quiere decir es que las personas están en centros de deportación o cárceles en condiciones infrahumanas, han muerto o han desaparecido en el viaje migratorio.

Fuente: alfayomega.es